Primera vez en el Teatro Alla Scala

Estar sentado en una butaca del Teatro alla Scala no es solo estar en un teatro. Para quienes venimos de la composición, de la música, es como asomarse al corazón mismo de la historia de la música occidental. Por ese escenario han pasado Verdi, Puccini, Toscanini, Karajan, Callas, Berio… y ahora también Filidei. Allí se estrenó Madama Butterfly, obra que más de un siglo después inspiró una creación escénica en la Fondation Royaumonten la que participé, y donde Francesco Filidei nos acompañó como tutor (Butterfly Room Service). Y fue allí, en ese mismo teatro, donde este mes de mayo de 2025 he asistido a una de las funciones más impactantes de mi vida: Il nome della rosa, de Francesco Filidei.

Se cierra un círculo, florece la rosa.

Asistí a la última de las cinco funciones programadas dentro del Festival Milano Musica (este año dedicado al mismo Filidei), el 10 de mayo, diez días después de haber cumplido treinta años, acompañado de gente muy especial: las compositoras Manuela Guerra, Natalia Laguens, Fran Barajas, Irane Clavel y, la directora, Laure Deval. Un regalo inesperado y perfecto. Todas las entradas se agotaron a los pocos días. Y es que Il nome della rosa no es una ópera más: es la tercera de Filidei —después de Giordano Bruno y L’inondation— y probablemente la más ambiciosa hasta la fecha. En ella, el compositor italiano no se limita a adaptar la novela de Umberto Eco, sino que la reescribe en clave sonora, planteando una pregunta radical: 

«¿Qué tipo de música habría escrito Eco si, en lugar de escribir una novela, hubiese compuesto una ópera?»

Desde ahí, la obra se construye como un palimpsesto de tradiciones: la estructura de la novela decimonónica francesa, los códigos de la ópera italiana del XIX, el canto gregoriano como materia bruta, y un lenguaje formal que se basa en la variación interválica como eje estructural. Cada escena de las veinticuatro totales, distribuidas en siete días como en el libro de Eco, se organiza tonalmente alrededor de una nota. En palabras de Filidei, «en la práctica, tenemos 12 escenas en el primer acto que se abren en abanico sobre los intervalos, y luego un segundo acto que, al contrario, se cierra en abanico sobre las mismas notas pero en sentido contrario, y se vuelve al inicio». De este modo, la arquitectura musical se transforma en un laberinto especular, o mejor dicho, en una rosa de pétalos simétricos.

Filidei ha trabajado el libreto junto a Stefano Busellato,Pierre Senges y los dramaturgos Hannah Dübgen y Carlo Pernigotti, en dos versiones lingüísticas: italiana (para el estreno en Milán) y francesa (para su futura presentación en la ópera de París). 

Dramáticamente, se apuesta por una grand-opéra coral, con más de quince personajes la mayoría varones, aunque no necesariamente representados por voces tradicionalmente asociadas al registro masculino, en la que cada monje tiene su propio color, su propia respiración, su propio modo de cantar. La voz se vuelve herramienta teológica, poética y animal. Tan animal, que hay aproximadamente 200 voces que en algún momento invaden el escenario. El coro del Teatro alla Scala, situado estratégicamente al fondo del escenario, en diferentes niveles de alzada, que simulan a los copistas de la abadía, y el Coro di Voci Bianche de la academia del mismo teatro, aportan un aura pura, una luminiscencia que se echa profundamente de menos en esta abadía corrompida. Cabe destacar que el mismo Umberto Eco, en las notas en El nombre de la rosa, habla de una novela que tomaba las formas de un melodrama buffo, prácticamente con amplios recitativos y arias amplias, lo que conecta directamente con la ambición dramática y musical de la ópera.

La tensión musical durante las más de dos horas y media, con su respectivo descanso de treinta minutos, protocolo social inseparable de la tradición operística italiana, no se diluye en ningún momento. Una orquesta monumental a tres, con cinco percusionistas mejor equipados que el almacén de Kolberg Percussion, dirigida con precisión y flexibilidad por Ingo Metzmacher, construye un laberinto sonoro que nos arrastra entre la angustia, el misterio, la curiosidad, la duda, el suspense… Un hilo de aire imperceptible parecía que mantenía vivo el cuerpo del espectador, suspendido en una experiencia donde el tiempo parecía detenerse, atrapados por la majestuosidad de la música. La escena me dejó completamente fascinado: especialmente por la interpretación visual del laberinto —la biblioteca como espacio físico y conceptual—, obra de Paolo Fantin en el diseño escénico, y por ciertos gestos escénicos que lograban concentrar la intensidad dramática en un solo plano, sin excesiva grandilocuencia en el atrezzo, cuidadosamente diseñado por Carla Teti. La dirección de Damiano Michieletto supo combinar estos elementos con una iluminación precisa de Fabio Barettin, una dramaturgia sólida de Mattia Palma y coreografías delicadas de Erika Rombaldoni que realzaban la expresividad. Recuerdo con particular emoción el principio del quinto día, en la iglesia, en torno a la nota si bemol, donde Adso asciende al regazo de una inmensa Virgen, y desde allí canta uno de los momentos más conmovedores de la ópera. Fuerza y sutileza entrelazadas en un gesto que es al mismo tiempo oración, clamor y revelación. Sobre esta escena de la Virgen y la caracterización de la chica sin nombre Filidei exlica que «un personaje que desde este punto de vista me resultaba muy problemático es la chica sin nombre, porque ella no tiene palabras, y allí es más bien un canto contemporáneo, casi como el canto de los pájaros, que está desarrollado alrededor de las tres primeras notas cantadas por Adso en la ópera —fa, si bemol, sol sostenido— que la chica lleva hacia el agudo y transforma, prácticamente para indicar que ella es esta pobre campesina pero al mismo tiempo la proyección de la feminidad de la Virgen.»

Salir del Teatro alla Scala aquella noche fue como emerger de un viaje transformador, como salir del laberinto mismo que la obra construye. Más allá del virtuosismo y la complejidad de Il nome della rosa, la experiencia confirma que la música de nueva creación puede dialogar profundamente con la historia, la literatura y la espiritualidad, desafiando, renovando y resignificando las formas clásicas.

El incendio final, representado con fuego real, con una cruz ardiendo suspendida en el centro del escenario y la necesaria presencia del cuerpo de bomberos entre bambalinas, junto a la caída literal de todas las telas blancas que durante la función simbolizaban el laberinto, cerró la representación con una imagen impactante: esas telas se posaban ahora, en forma de rosa, sobre siete cuerpos sin vida, tendidos en camillas como en un hospital. Esta escena, entre lo poético y lo trágico, es un potente recordatorio de que la rosa —ese símbolo de belleza, misterio y perfección— solo puede florecer cuando se atraviesan las sombras y se abandona el laberinto.

Para las nuevas generaciones de compositores, obras como la de Francesco Filidei abren caminos donde la tradición se entrelaza con la innovación, invitándolos a explorar con valentía y curiosidad la inmensidad de ese laberinto sonoro y a encontrar en él nuevas formas de expresión y significado.

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